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Un viaje de bikepacking por toda una vida con neurodivergencia

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Un viaje de bikepacking por toda una vida con neurodivergencia

Notes from Outside
/Número 18

Un viaje de bikepacking por toda una vida con neurodivergencia

Scott Cornish
/Tiempo de lectura: 7 minutos

Es increíble cómo hacer ejercicio físico al aire libre puede dar la vuelta a lo que, de otro modo, habría sido un mal día. Seguro que ya sabes que moverse tiene beneficios para nuestro bienestar físico. Pero, para algunas personas, las aventuras outdoor son mucho más que una manera de liberar estrés y cuidar su salud: son un salvavidas psicológico en un mundo donde sienten que no encajan. En este número, Scott Cornish describe una exigente ruta transalpina a solas con su bicicleta y reflexiona sobre cómo los altibajos del viaje son un reflejo de los primeros años de su vida adulta como persona neurodivergente no diagnosticada. En definitiva, una historia tan fascinante como reveladora.

Catherine

Redactora jefa de “Notes from Outside”

La pista de gravel ha desaparecido al fondo de un valle cubierto por un denso manto de hierba. Tiro de la bicicleta con todas mis fuerzas, pero está cargada con material de acampada para el frío y pesa bastante. A mi alrededor, solo veo imponentes crestas de roca con una fina capa de nieve, fruto del frente meteorológico de la semana pasada. La luz del día se apaga poco a poco y, a lo lejos, acierto a ver un sendero estrecho que serpentea collado arriba.  

El terreno es escarpado, y el ascenso, lento y precario. Las curvas cerradas hacen que cada maniobra con la bici suponga un gran esfuerzo. Entre tanto, la oscuridad y la temperatura caen en picado. Solo las piedras que se hunden bajo mis pies y acaban rodando ladera abajo se atreven a perforar el silencio. Ni siquiera el viento hace acto de presencia. Eso es en el exterior, pero, en mi cabeza, mi voz interior grita a pleno pulmón. Cada vez que uno de mis pies se hunde en la pedriza suelta, sube un poco mi nivel de frustración. Me paro un momento para respirar hondo y tranquilizarme. La situación está despertando emociones latentes que evocan todas las veces que me he sentido fuera de lugar en una sociedad diseñada para gente "normal".  

Esta ruta transalpina en mountain bike es una metáfora de mi vida como persona neuroatípica no diagnosticada. De pequeño, tuve que hacer frente constantemente a situaciones que me resultaban complicadas. He perdido la cuenta de las veces que me planteé si realmente valía la pena seguir esforzándome por terminar las cosas que me ocupaban en cada momento. Es lo que pasa cuando creces rodeado de personas que te subestiman. No es de extrañar que a menudo dude de mis capacidades. 

Unos años antes de cumplir cuarenta, me diagnosticaron un tipo de dislexia que afecta a mis habilidades organizativas y, recientemente, me he enterado de que también tengo trastorno de déficit de atención y un grado leve de autismo. De pronto, tras media vida siendo "diferente", todo cobró sentido. Ahora me doy cuenta de cómo el bikepacking me ha enseñado a sortear los obstáculos del día a día desde mi particular manera de entender el mundo.  

La ruta transalpina que elegí iba desde mi casa en Chamonix hasta Saint Aygulf, en la costa mediterránea: un estimulante itinerario de 690 kilómetros con el nada desdeñable desnivel positivo de 24 300 metros. Pedaleé por vastos paisajes agrestes, parando a reponer fuerzas a base de tartas de frutas en las cafeterías que me encontré por el camino. Mi mountain bike estaba en su salsa: largos ascensos, collados elevados, senderos zigzagueantes y descensos rebosantes de adrenalina y sonrisas de oreja a oreja. Algunos tramos eran bastante aéreos. A una altitud de entre 2000 y 2600 metros, conviene tener la experiencia suficiente para saber cómo actuar en caso de un imprevisto. Curiosamente, en entornos como este donde no soy más que un punto diminuto en un paisaje inmenso, me siento a gusto. 

De pequeño y adolescente, nunca encajé bien con otros niños. A veces se reían de mí y me costaba integrarme. En el colegio, las cosas no iban mucho mejor. Tenía problemas para entender los conceptos básicos cuando el único recurso eran los libros de texto. Las interminables páginas llenas de texto sumían mi cerebro en una densa niebla y me costaba horrores formular respuestas, tanto escritas como verbales. No sabía por qué. 

Sin embargo, las clases más basadas en el movimiento o los estímulos visuales me hacían sentir todo lo contrario. Cuando tenía la oportunidad de usar las manos para crear o de aprender a través de imágenes, mi cerebro se volvía receptivo y el desorden habitual desaparecía. Por desgracia, lo que contaba a la hora de evaluar la inteligencia no era lo que a mí se me daba bien, sino los exámenes escritos. Hasta que no empecé a hacer actividades al aire libre, no me di cuenta de lo valiosas que eran mis habilidades. Ahí fuera, los libros no son tan relevantes. Pero, de vez en cuando, me visitan los fantasmas del pasado.  

En medio de esa ladera escarpada, con los brazos y los gemelos palpitando de cansancio mientras empujaba la bici a un ritmo agonizante por rocas sueltas, las dudas que creía aletargadas resurgieron de nuevo. ¿Sería capaz de cargar con la bici por más tramos como este de forma segura? 

Pasé junto a un refugio que antes había visto a lo lejos y tuve la tentación de cobijarme allí y tirar la toalla. No habría sido la primera vez que buscaba la salida de emergencia ante una situación estresante. Por ejemplo, después de un día ajetreado en el trabajo, en vez de irme a tomar una cerveza con mis compañeros, me pongo las zapatillas de trail y me voy a correr. No soy antisocial, aunque haya gente que crea que sí. Lo que pasa es que, para poder volver al trabajo con las pilas cargadas al día siguiente, necesito resetear mi disco duro. Y eso es más importante que socializar.  

Cuando los últimos rayos del sol tiñen de rojo los picos a lo lejos, llego a lo alto de la cresta desde el estrecho collado. Me invade un breve momento de euforia. Puede sonar insignificante, pero, para mí, estos pequeños triunfos son una dosis de energía; un recordatorio de que sí puedo, independientemente de lo que diga la sociedad y de los límites que me imponga. En este preciso instante, mi cabeza pasa del temor a encontrarme más secciones técnicas que exijan empujar la bici a la seguridad de que soy capaz de completar la ruta.  

Tan solo 4 kilómetros después, llego al rústico Refuge de la Coire: un cobijo donde refugiarme de las gélidas temperaturas previstas para esta noche. Es mi recompensa por no haberme rendido.  

Cuando salgo del refugio a la mañana siguiente, la suave luz otoñal revela un lugar magnífico rodeado de altas cumbres y crestas. En el horizonte, el sol se cuela por una abertura con forma de V, dispuesto a derretir la escarcha que cubre las mesas. Engullo el desayuno con una sensación de alivio por haber superado el ascenso por el collado.  

A estas alturas de la temporada, muchas de las infraestructuras disponibles para amantes de la aventura ya están cerradas, así que los senderos de montaña por los que transito están prácticamente desiertos. Caerme aquí podría tener graves consecuencias. Llevo conmigo un Garmin inReach para emergencias, pero me encuentro muy a gusto en estos paisajes remotos. Cuando estoy al aire libre, nunca me siento solo porque estoy acostumbrado a viajar por mi cuenta. No suelo ser el mejor compañero de aventuras, ya que me obsesiono un poco con ceñirme al plan y me cuesta improvisar. Sin embargo, me encanta pararme a hablar con la gente que me encuentro en el monte, y eso hice también en esta ocasión. A última hora del día, conocí a otro ciclista en un café en el pueblo alpino de Mons.  

La segunda noche, mientras buscaba un sitio donde acampar a las afueras de un pueblo cerca de Saint Jean de la Maurienne, vi a un hombre limpiando una bici delante de su casa. Justo cuando le estaba preguntando si podía poner la tienda en la tierra de enfrente, llegó un amigo suyo. Me ofrecieron acampar en su jardín, pero además, me invitaron a unirme a su grupo de seis para tomar el apéritif y degustar una deliciosa cena casera.  Para mí, no es nada habitual sentarme con un grupo a hablar de mis rutas y mis ascensos por empinados collados, y mucho menos en mi segunda lengua. 

Me siento cohibido cuando estoy con más gente, pero el ciclismo de aventura se ha convertido en una herramienta para conectar con los demás; me da una confianza en mí mismo que de otra forma no tendría. Cuando hablo con otros ciclistas, soy uno más. Mi opinión cuenta, pero mis diferencias, no. No tengo que aparentar ser lo que no soy. Asimismo, escuchar las anécdotas y las dificultades de los demás me resulta inspirador y me motiva a superarme a mí mismo.  

Los pronunciados desniveles del terreno me transportan a infinidad de ambientes distintos y a paisajes fascinantes. Alcanzar la altitud máxima de la ruta en el Col de la Noire (2995 metros) exige otra sesión brutal para los gemelos por una pendiente con zigzags muy pronunciados. Me detengo en lo alto de este lugar inhóspito barrido por el viento. Vistas panorámicas de cumbres épicas y un terreno irregular como la vida misma, con sus altibajos. Todo el mundo debe hacer frente a dificultades en algún momento, pero para las personas con neurodiversidad, el simple hecho de gestionar nuestras emociones puede suponer un auténtico desafío. La ansiedad, por ejemplo, puede acentuarse o prolongarse en ciertas situaciones, y es algo difícil de explicar a personas con un cerebro neurotípico. Ahora, por fin entiendo cuáles han sido mis estrategias todo este tiempo: salir a pedalear o a correr por el monte y hacer actividades que me permitan expresar mi creatividad o producir algo con las manos.  

Muchos de los descensos son largos y exigentes, pero todos ellos alucinantes. Paso de pedalear por estrechos senderos alpinos a prados verdes que, a veces, siguen el curso de un río hasta el fondo del valle. Centro toda mi atención en negociar el terreno, lo que parece silenciar el caos que habita mi mente la mayor parte del tiempo. Las cafeterías por las que paso en los valles son la oportunidad perfecta para darles un respiro a las muñecas y repostar con algún dulce.  

Sentado en la playa de Saint Aygulf frente a un mar tan sereno como mi mente, reflexiono sobre la aventura y lo que me ha hecho sentir. Hubo momentos en que recordé lo que supone ser neuroatípico en una sociedad mayoritariamente neurotípica, pero prefiero quedarme con lo bueno, es decir, con las herramientas que me ha dado el bikepacking. Me ha hecho darme cuenta de lo que soy capaz de hacer, y no es poco: resolver problemas, organizar la logística de un viaje, asesorar y conectar con otras personas. Se ha convertido en una manera de expresar mi creatividad a través de palabras e imágenes. En definitiva, esta ruta de bikepacking fue tanto un reto físico como un recordatorio de las estrategias que he aprendido para desafiar los límites autoimpuestos e integrarme en las comunidades locales. Estrategias capaces de salvarme de mí mismo.

Texto y fotos de Scott Cornish

Scott Cornish is a neuro-divergent cyclist and runner with a love for adventure biking. Through his upcoming content project, Perform Unbound, he’s on a mission to shift the narrative around neuro-divergence, moving away from societally-imposed limitations, and empowering people to ask themselves instead, “What if?” When he’s not on the bike, you’ll find him writing, coaching, or helping riders fit their bikes properly at his physiotherapy practice in Chamonix, France.

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