komoot
  • Rutas
  • Planificador
  • Funciones
Adventure Hub
Notes from Outside

Nuevos comienzos, viejos escenarios: bikepacking por el Manistee

Adventure Hub
Notes from Outside

Nuevos comienzos, viejos escenarios: bikepacking por el Manistee

Notes from Outside
/Número 16

Nuevos comienzos, viejos escenarios: bikepacking por el Manistee

Matt Medendorp

/Tiempo de lectura: 8 minutos

La Montaña de la Mesa es la protagonista indiscutible de Ciudad del Cabo. Entre mis recuerdos de infancia, están las fiestas de cumpleaños cerca del aparcamiento situado justo a sus pies y, las clases de Educación Física, ya que teníamos la suerte de correr por los senderos de sus laderas en vez de en la pista de atletismo del colegio. Durante mis años universitarios, una amiga y yo fundamos un club femenino de senderismo con el que quedábamos los domingos para coronar la cima por las distintas rutas (resaca incluida). Y hace poco, mi pareja y yo subimos hasta la cima por mi sendero sombreado favorito: una experiencia a la vez familiar y extraña la de compartir algo tan conocido con alguien que aún no conocía esta montaña. Nuestros recuerdos están anclados a ciertos lugares, y estos cobran un significado especial para nosotros. Eso es precisamente lo que explora Matt Medendorp en el número 16 de “Notes from Outside”. En una ruta de 300 kilómetros en bicicleta, sigue el curso del Manistee, un río que ha servido de telón de fondo en distintos momentos de su vida y que, para él, es el equivalente a mi Montaña de la Mesa. Lo que no tenía previsto eran los altibajos que le esperaban durante el viaje… Espero que lo disfrutes.

Catherine

Redactora jefa de “Notes from Outside”

El río Manistee brota de la tierra como un fino hilo de agua en un estado del Medio Oeste americano. Después, serpentea entre pinares, áreas rurales y dunas arenosas hasta desembocar en el enorme lago Míchigan, donde vierte miles y miles de litros de agua cada día. En realidad, los humildes orígenes de este río no distan mucho de cómo comienza nuestra andadura: pequeños e indefensos, dependemos de personas más grandes y fuertes, y fluimos hasta encontrar nuestro propio rumbo dentro de una comunidad. 

Pero estaba demasiado cansado para filosofar, y eso que solo había recorrido los primeros 128 kilómetros a orillas del Manistee. Nada había salido según el plan. El sol no daba tregua y hacía un calor inusual en el norte de Míchigan para no ser aún verano. Se me había estropeado el desviador y solo tenía tres marchas, lo que me había obligado a cambiar un agradable sendero sombreado por una pista forestal arenosa donde mi anciana bici de gravel se sentía como un pez fuera del agua. Donde antes hubo árboles, ahora solo quedaban tocones: cortesía de la compañía que construyó la presa para la central hidroeléctrica cercana. El zumbido del tendido eléctrico se acompasaba a mis pedaladas, haciendo que se me erizara el vello sudado de los brazos y la nuca. Cada cierto tiempo pasaba una camioneta, levantando nubes grumosas de polvo fino y forzándome a apartarme hacia un arcén inexistente. Las roderas que dejaba en la arena complicaban aún más el trabajo para mi bici, que ya había cumplido diez años y no daba más de sí.  

Pedalear bajo este tendido eléctrico no entraba en mis planes. Se suponía que iba a ser un fin de semana idílico en bicicleta por el norte de Míchigan, siguiendo el curso de los ríos Big Manistee y Little Manistee. Mis esfuerzos de planificación en komoot, activando y desactivando la vista de satélite del mapa, se habían traducido en una ruta circular de 315 kilómetros para completar en tres días.

No había nada casual en este itinerario. Después de varios años trotando por el mundo, mi esposa y yo habíamos decidido hacía poco volver a Míchigan para quedarnos. Tanto ir y venir nos había dejado desorientados, pero ahora, las playas de Indonesia o las altas montañas desérticas del suroeste de Estados Unidos donde habíamos estado viviendo parecían un lejano sueño. De ahí mi necesidad de encontrar un lugar al que sintiera que pertenecía, y el río Manistee era una constante, un sitio al que siempre podía regresar. Amistades que llegaron y se fueron, despedidas de soltero, viajes solitarios, salidas de trail running y mochilas llenas hasta la bandera. Una de las primeras veces que quedé con la que hoy es mi mujer, vinimos a caminar junto al río y, años más tarde, le pedí matrimonio en unos riscos con vistas a mi meandro favorito. En mi familia, siempre se han contado historias de mi bisabuelo navegando los rápidos de este río en una balsa de troncos en sus años mozos como leñador. O si no este, otros ríos parecidos en el norte.

Pero llevaba mucho tiempo sin volver por aquí, y había habido muchos cambios en mi vida. Ahora soy papá de dos renacuajos, peino canas a la altura de las sienes y la espalda me duele más a menudo de lo que quisiera. El río se me antojaba un viejo amigo capaz de anclarme al presente y al pasado al mismo tiempo, un mediador que podía ayudarme a redefinir mi relación con mi nuevo (y viejo) hogar. 

Cuando tienes peques, una aventura como esta solo es posible gracias a la generosidad de tu pareja, así que cada hora cuenta. Tenía tres días para hacer este viaje de bikepacking, muy poco tiempo para completar la ruta circular que había planeado. Por suerte, había convencido a mi amigo fotógrafo Quinn para hacer de taxista en algunos tramos y, así, poder saltarme los sitios que menos me interesaban. Nos habíamos conocido hacía mucho en una sesión de fotos relacionada con el trabajo y habíamos descubierto nuestro gusto común por las grandes ideas y los proyectos descabellados. Hacía varios años, ya había hecho las veces de fotógrafo (y de taxista) en mi intento fallido de navegar el Au Sable, otro de los impresionantes ríos del norte de Míchigan, en canoa. El viaje no acabó bien: canoa de aluminio, lesión en el hombro, retirada acompañada de un vaso de whisky... Ambos esperábamos que las cosas salieran mejor en esta ocasión. 

Tras los primeros 20 kilómetros, cuando por fin sentí que había cogido el ritmo, el cambio emitió un chirrido y el desviador perdió tensión. Derrapé y viré bruscamente, intentando caerme de la mejor manera posible. Al levantarme, vi que el desviador se había roto y sabía que mis escasos conocimientos mecánicos no me servirían de mucho. Por suerte, Quinn no andaba muy lejos y mi móvil tenía señal suficiente para llamarlo. En nuestras cabezas reverberó el recuerdo de aquel viaje fallido en canoa, pero esta vez el final fue más afortunado. Tras una breve visita a una tienda de bicis que encontramos, mi compañera de viaje estaba lista para continuar, aunque con un desviador para bicicletas de carretera que solo me daba la opción de rodar con tres marchas. Aunque con varias horas de retraso, por fin me estaba moviendo de nuevo.

Una combinación de carreteras asfaltadas colindantes con huertos, angostos senderos y veredas pavimentadas junto al río me condujeron hasta el camping a orillas del Manistee donde pasé la primera noche. Quinn se despidió y me deseó suerte para el resto del viaje. El segundo día estaría yo solo.  

A la mañana siguiente, me desperté temprano y, aún un poco grogui, saqué las piernas encogidas del saco de vivac y las estiré. Estaba deseando ponerme en marcha, a pesar de que la noche anterior me había quedado charlando hasta tarde con los vecinos: un grupo de ultrarunners que fumaban sin parar y que compartieron sin reparos la comida y las cervezas frías que tenían. A tan solo dos o tres kilómetros del camping, la bici dejó claro que no estaba por la labor de surcar los senderos norteños.

Aunque no se puede decir que Míchigan sea un estado montañoso, los montes del interior —en su día esculpidos por glaciares—, están salpicados de pronunciados ascensos llenos de raíces y de descensos serpenteantes con curvas muy cerradas. Resumiendo, un terreno poco amable para una vieja bici de gravel con tres marchas. Ante la disyuntiva de volver al camping o acabar porteando la bici con unas zapatillas de carbono y perseguido por tropas de mosquitos, elegí la primera opción. Una vez en el camping, abrí los mapas de komoot que había descargado. Muy a mi pesar, tuve que tirar por la borda las horas que había pasado planificando la ruta al detalle y buscar un itinerario alternativo. Era la única manera de pasar más tiempo sobre el sillín y menos empujando la bici.

Y así es como acabé pedaleando bajo el tendido eléctrico del principio de esta historia, con un sol de justicia y peleándome con la densa arena. El olor a pino y arena calientes, el ruido de la cadena, el picor del sudor goteándome en los ojos, el zumbido de los cables metiéndose bajo la piel y el cuero cabelludo... Y la pregunta inevitable: ¿por qué lo estaba haciendo? Podría haberme despertado esta mañana con las risas de mis retoños y un café bien cargado y haber pasado un día tranquilo junto al lago. Sin embargo, había desayunado café de puchero y estaba sudando como un pollo tratando de mover una bici cargada de trastos que iba a medio gas. La realidad era que tenía por delante un montón de kilómetros antes de poder parar a descansar. Una parte de mí estaba convencida de que ese momento no llegaría nunca. 

Pero esa noche finalmente llegó, como llegan todas las noches. Agotado y mugriento, aparecí en el camping, pero estaba lleno. Uno más en la serie de eventos desafortunados del día: caídas; deshidratación; otro desvío para no acabar con la arena por los tobillos; y una mala jugada de la navegación, que me llevó por el sitio equivocado y me salté la parte del río que más ganas tenía de ver. Menudo día... En lugar de dormir en las hermosas dunas con vistas al lago Míchigan, terminé durmiendo en un motel barato y cenando pizza de gasolinera. No me quedaron fuerzas ni para darme una ducha.

Siempre pienso en el río como algo constante, pero no lo es. Obviamente, el agua que baja ahora por el cauce del Manistee no es la misma que bajaba cuando, anillo en mano, me arrodillé en la orilla ante mi hoy esposa; ni cuando guie a un grupo de estudiantes de secundaria mal preparados en su primera caminata con acampada. Los ríos cambian, igual que lo hace el paisaje que los rodea. Se renuevan constantemente, convirtiéndose en nuevas entidades con el paso de los años. 

Aquella mañana, me levanté con niebla y crucé pedaleando la pequeña ciudad de Manistee, aún dormida, hasta el embarcadero sobre el lago Míchigan. Aparte de mí, los pescadores eran los únicos activos cuando saqué la cámara para inmortalizar la escena con un victorioso autorretrato. Aún tenía por delante un buen trecho por el curso del Little Manistee hasta llegar al pueblo interior de Luther, donde me esperaba la ropa limpia que había dejado en el coche. Me preparé para un largo y arduo camino de vuelta, atormentado por pensamientos de todo lo que no había ido según el plan. Por suerte, el Little Manistee, un pequeño río que estaba conociendo por primera vez, me mostró su cara más amable y hospitalaria. Pedaleé por pistas de grava compactada bien sombreadas junto al agua cristalina habitada por truchas. Agua fresca de sobra, caminos de tierra sin apenas dunas de arena a la vista, estaciones de servicio espaciadas a la perfección y bien surtidas de barritas de helado Snickers y botellas de Gatorade. ¡Todo un lujo! 

Un río no tiene la misma consistencia que la tierra. Cuando regresas a un lugar y plantas los pies en la tierra, las piedras y otros elementos son los mismos que cuando te fuiste. Pero con un río, la cosa cambia. Su consistencia radica en su fluir constante, y no en los billones de gotas que lo conforman. El agua cambia, pero el río permanece. Su caudal viaja hacia la desembocadura, desgastando las rocas y esculpiendo el paisaje a su paso. Todo lo demás cambia, pero el río no. Y ¿quién sabe? Esas moléculas de hidrógeno y oxígeno que aquel día fluían ante mis ojos podrían ser las mismas que presenciaron el sí de mi esposa cuando le pedí matrimonio o las que salpicaron las botas de mi bisabuelo cuando trataba de no perder el equilibrio subido en la balsa de troncos. Al fin y al cabo, quién sabe si aquellos átomos que acabaron en las aguas del lago Míchigan se evaporaron a causa del calor, viajaron de nuevo hasta el interior empujados por el viento y regresaron al cauce del río en forma de lluvia nocturna, destinados a repetir el ciclo una y otra vez desde tiempos inmemoriales. Y quién sabe si al final de uno de esos ciclos, esas mismas gotas eran las que yo estaba contemplando a orillas de aquel pequeño arroyo rebosante de truchas y rodeado de pinos. Quién sabe.

Texto de Matt Medendorp y fotos de Quinn Badder

Writer, poet, occasional photo-taker, and aspiring member of Butch Cassidy’s Hole-in-the-Wall Gang. Matt gets excited about genuine, narrative-driven storytelling and is always up for partaking in harebrained schemes, be they by bike, canoe, or another yet-to-be-identified mode of transport.

/ Ver más números

/

Número 19

La Montaña de la Mesa: un universo paralelo

Catherine

/Tiempo de lectura: 5 minutos
/

Número 18

Un viaje de bikepacking por toda una vida con neurodivergencia

Scott Cornish

/Tiempo de lectura: 7 minutos